Comentario
Las raíces profundas del pensamiento ilustrado se encuentran en la Grecia clásica, cuyos filósofos descubren al hombre y su capacidad intelectual, encuentran regularidad en una naturaleza que dicen regida por una mente razonable. Sus antecedentes inmediatos, y más importantes, están, como hemos dicho antes, en el siglo XVII y en ese tránsito de una centuria a otra es cuando se vive el debate entre las antiguas ideas en crisis y las nuevas que comienzan a configurarse, dejando constituido el núcleo esencial de las ideas ilustradas.
Naturaleza, razón, progreso son tres temas característicos y recurrentes en las obras del período. La Naturaleza es la gran rehabilitada, convirtiéndose en el principio normativo de todas las cosas y en el modelo a imitar. El retorno a ella se hace objetivo prioritario expuesto de todas las formas posibles: literaria, con crudeza moral -Diderot-, o idealizadamente -Rousseau-. Más ¿qué se entiende por naturaleza? La idea en el siglo XVIII engloba conceptos distintos, sin excluir el de estado idílico opuesto a aquel en que vive el hombre, por lo que puede ser utilizada como instrumento de crítica social. Aunque la caracterización que más se ha divulgado de ella, la roussoniana de perfectamente buena, fuese discutible en su momento, en lo que sí están de acuerdo todos los filósofos es en considerarla poderosa, ordenada y conforme en todo con la Razón. Por eso llega a sustituir a Dios; por eso se va a hablar de una igualdad, una libertad, un derecho, una religión y una moral naturales. La ley de la Naturaleza no nos dice otra cosa que, en palabras del alemán Wolff: "haz lo que os haga a ti y a tu estado más perfectos; evita lo que os haga más imperfectos". De ahí que aquélla sea, también, sinónimo de felicidad, de una felicidad que, rompiendo con el sentimiento trágico anterior, se puede conseguir sobre la tierra.
Se ha dicho que el espíritu del Setecientos es racionalista por esencia y empirista por transacción. En efecto, la Razón es el gran tema ilustrado y la nueva diosa a que adorar. Había entrado en juego de forma agresiva en la centuria anterior con Descartes que la consideraba el único medio certero de conocer. En el siglo XVIII va a ser fundamentalmente critica. No atenta a tradición ni autoridades, somete todas las cosas a su examen para establecer principios claros y verdaderos de los que sacar conclusiones claras y verdaderas con las que terminar con los errores e iniciar una nueva vida. Ella es la única que puede resolver todos los problemas y la fe en sus fuerzas excepcionales es uno de los pilares básicos de la mentalidad del período. El proceso dignificador de la razón culmina en Kant que la convierte en la facultad más elevada del espíritu e invirtiendo su significado con el del entendimiento, la hace el medio de formar las ideas metafísicas del mundo, el alma y Dios. También será el único instrumento que permita al hombre abandonar su minoría, de edad y alcanzar la plenitud que supone la edad de la razón en la que puede andar por sí mismo.
En cuanto a la idea de Progreso, referida a la especie humana, plasma el optimismo de la Ilustración tanto como su elevada concepción de aquélla. Su origen está en esa nueva dimensión que da Locke a las posibilidades del hombre cuando niega lo innato y lo hace fruto de las circunstancias que le rodean. La mejora de éstas redundará, por tanto, en la de aquél, al que se cree capaz de aprender, cambiar y mejorar; en una palabra, de caminar hacia su perfección. Ningún vehículo mejor para ello que la educación, que adquiere una importancia hasta ahora desconocida. En un terreno más, los ilustrados rompen con la visión pesimista de la especie que tienen clásicos y cristianos. Para la mayor parte de los filósofos esta fe ciega en el progreso tiene un sentido ético, considerándolo el camino para hacer a la humanidad mejor y más dichosa, aunque no falta la dirección materialista -Condorcet- que lo entiende sólo como progreso técnico, adelantando el positivismo del siglo XIX.
Uno de los aspectos centrales del movimiento ilustrado fue la investigación de una ciencia del hombre. El siglo XVII había roto con la concepción renacentista del hombre como ser perfecto creado a imagen y semejanza de un Dios cristiano. El paso siguiente había de ser descubrir de nuevo su naturaleza utilizando el método científico. El movimiento parte de Locke, cuyas teorías psicológicas hacen todas nuestras ideas fruto de la sensación, y culmina en Helvètius, para quien el hombre puede reducirse a sensación; su carácter no es innato, sino fruto de la experiencia propia, la educación recibida y el medio social que lo envuelve. Este hombre, artífice de sí mismo, se convierte en el centro de todo, en el punto de referencia obligado para todo, incluida una nueva moral pues la antigua ha dejado de tener validez al negarse las enseñanzas teológicas y el innatismo. Conforme con el espíritu de la época, habrá de ser demostrable y basarse en principios igualmente demostrables: las sensaciones. Las ideas de lo bueno y lo malo, en consecuencia, se establecen en relación con el placer o el dolor que causen al hombre, lo que conduce a desarrollar un pensamiento hedonista cuya única norma es obedecer a las pasiones. Él servirá para reorientar los principios morales hacia la búsqueda de la felicidad y la utilidad individual aquí en la tierra, única dimensión que importa de la vida humana.
Ahora bien, aunque numerosos escritores alaban las pasiones, llegando hasta el extremo de hallar algo bueno en los vicios, no todos están preparados para convertir el placer en código moral, por ello hacen de la razón -la mayoría-, o de la experiencia de la necesidad del otro, sendos frenos al mal comportamiento. Además, casi todos creen en una secreta armonía entre los intereses particulares y el bien común fruto de un indefinido espíritu natural de bienfaisance, de humanitarismo que existe en el hombre. Así nacen, paradójicamente, de un pensamiento egoísta las ideas de Humanidad y Humanitarismo como valores supremos. Quedaba, pese a todo, una pregunta: si el hombre no encuentra en sí mismo un incentivo a la conducta ética, ¿es posible hallar una fuente externa que lo obligue? Los cristianos tenían la suya, para los pensadores científicos la respuesta era más difícil. Ya en el siglo XVII Hobbes habló de las obligaciones nacidas de la formación del Estado. Sus sucesores lo hicieron de un código basado en el bienestar de la mayoría. Para Helvètius sólo las buenas leyes pueden formar hombres virtuosos.
En cuanto a las teorías sobre el origen del hombre, el siglo XVIII fue fundamentalmente creacionista, acentuando su semejanza con Dios, aunque no faltan voces evolucionistas que lo hacen derivar de algunos vegetales o de animales (el orangután).
La aplicación de los métodos científicos y racionalistas al análisis del campo social da como resultado un pensamiento que, obviamente, muestra gran diversidad. En el Imperio aparece influido por la Escuela de Derecho Natural, que también tiene cultivadores en Nápoles, Génova, Dinamarca y Francia. Su mayor significado lo alcanza en el terreno de las relaciones internacionales, mientras en otros ámbitos los cambios reales socavan sus ideas. Sólo en algunos casos, como el del jurista suizo Burlamaqui (1694-1748), sus postulados influyeron posteriormente.
En Inglaterra y Francia el pensamiento político avanza hacia el utilitarismo. En aquélla, no progresa mucho desde Locke, siendo lo más significativo la propuesta de Hume de obediencia al gobierno para evitar la desintegración social. Los ilustrados franceses, por su parte, mezclan los postulados anticlericales con ideas moderadas, cuando no, conservadoras. Montesquieu, autor de la única obra política, pide más participación de la nobleza en el gobierno; Voltaire, portavoz de los intereses burgueses, defiende los poderes del rey frente a los parlamentos. Ninguno tiene duda sobre la validez de la Monarquía en tanto que forma de gobierno, poniendo gran cuidado de separarla del despotismo; ninguno, tampoco, como el resto de sus coetáneos, era demócrata. Las ideas igualitarias se refugian aún en utopías situadas, por lo general, en lejanas y exóticas tierras; sin embargo, la acusación de despotismo unida a la debilidad de los fundamentos sociales religiosos eran ya en sí bastantes peligrosos para una Monarquía de origen divino y, por otra parte, las redifiniciones realizadas contenían posibilidades radicales que van a expresarse en la segunda mitad de siglo. Ya en 1762 aparece un nuevo tipo de libro político: El contrato social, de Rousseau, cuya petición dé democracia política conduce a demandar una relativa igualdad económica como condición sine qua non para realizar aquélla. Siguiendo en esta línea, una serie de autores va más allá: Morelly acusa a la propiedad de engendrar todos los crímenes; el abad Mably (1709-1785) demanda mayor uniformidad en el reparto de la riqueza y las condiciones sociales de los individuos, y Babeuf (1760-1797) intenta asegurar la igualdad natural organizando una revolución dentro de otra.
Estrechamente vinculada a la idea de progreso y utilidad social, la educación es para los ilustrados, ante todo, el modo de desarrollar las capacidades y conocimiento del hombre a fin de que actúe sobre su medio ambiente transformándolo. De ahí que, por vez primera en la historia, se reivindique la extensión de sus beneficios a los más amplios sectores de población, incluida la mujer, si bien la noción de la enseñanza como un derecho de los ciudadanos es aún escasa. De ahí también que la educación haya de ser racional y compatible con los proyectos, o si se quiere, cometidos, de sus receptores, lo que viene a introducir diferencias, sobre todo, en razón del grupo social al que se pertenece y del sexo. Así, la preparación educativa en los estratos superiores habrá de ser más rica en contenidos culturales que la de las clases trabajadoras, orientada esencialmente hacia la capacitación manual; dentro de un mismo nivel, los distintos papeles sociales asignados a hombres y mujeres, fundamentados en teóricas cualidades físico-psíquicas diferenciales que hacen a aquéllas más débiles, determinan una reducción de los contenidos intelectuales ofrecidos por la enseñanza femenina. Reducción que en el caso de las que pertenecen a las capas humildes alcanza hasta los mínimos rudimentos de lectura y escritura, sólo asequibles si se piden expresamente.
También en este ámbito Rousseau marca un hito con su novela El Emilio (1762), generadora de numerosas críticas por parte de ilustrados, calvinistas, católicos y gobernantes. El ginebrino traslada, por vez primera, los intereses educativos del maestro al niño, cuya educación debe basarse en tres fuentes la naturaleza, las cosas y las personas- y tener tres fases. La primera, hasta los doce años, corresponde a su instrucción física y sensorial a través de la experiencia. Durante la segunda, a partir de la pubertad, alimentará su razón, desarrollará su inteligencia, participará en la sociedad y se dotará de principios morales. La tercera, coincidente con la madurez, será el momento de elegir compañera, que ha de estar educada de forma similar pero diferente y para la que debe de ejercer como preceptor si desea profundizar sus saberes.
Al final del siglo XVIII, Kant intenta dar coherencia filosófica a tales ideas, asignando a la educación la función de hacer que el niño encuentre en él mismo la ley que dirija su vida y que asuma con consciencia y libertad las normas restrictivas existentes. Las dificultades prácticas de tales supuestos no escapan ni siquiera al propio autor, que respecto al sistema de enseñanza, en lugar de defender como Rousseau la instrucción particular, aboga por una escuela pública con procedimientos científicos y dirigida por expertos.
En la realización de sus planes educativos, los ilustrados utilizarán todos los medios a su alcance desde las instituciones especificas a la prensa, pasando por la literatura; desde los tratados políticos, para los iniciados, a las fábulas -de gran auge en este siglo- para el pueblo.
La Historia ocupa el segundo lugar, tras la ciencia, en la jerarquía intelectual de los ilustrados. El acercamiento a ella corresponde al intento de superar los accidentes de tiempo y lugar dada la intemporalidad de los valores racionalistas, de colocar los principios constantes y universales de la naturaleza humana de los que nos habla Hume. Además, debía de explicar por qué el hombre real está tan alejado del de la razón y la naturaleza, lo que la convirtió en un arma para luchar contra la religión y el absolutismo, a los que se considera culpables de tal alejamiento. Desde esta perspectiva, la investigación histórica era la filosofía enseñando con el ejemplo, en palabras de Voltaire, y fue cultivada por los mejores escritores de la época: Hume, Burke, Voltaire, Raynal, Gibbon, cuyas obras hicieron consciente a Europa del placer y la importancia de leer historia e, incluso, llegaron a alcanzar algunas varias ediciones en poco tiempo. Pero a ésta también se la interrogó imparcialmente, lo que lleva al siglo XVIII a continuar la obra de documentación y erudición de la centuria anterior, completada con la búsqueda de una narración verídica y exacta. La historia emerge entonces como ciencia, colaborando a ello de forma decisiva Giambattista Vico (1668-1744).
La figura de este napolitano destaca asimismo en el terreno de la filosofía histórica, donde los enciclopedistas sólo tuvieron nociones imprecisas hasta Condorcet. Oponiéndose a Descartes y teniendo por modelos a Platón, Tácito, Bacon y Grocio, construye una Ciencia Nueva, mal comprendida en su tiempo, y articula una teoría evolutiva de las civilizaciones basada en las leyes científicas de los corsi y los ricorsi. Todo pueblo, nos dice, atraviesa tres etapas -divina, heroica, humana- a lo largo de su desarrollo hasta llegar a la decadencia e iniciar un nuevo proceso en un plano distinto y superior. En realidad, Vico retoma aquí la idea clásica de los ciclos, pero desprovistos de su carácter cerrado y dotándolos de un movimiento dialéctico en espiral. Se pierde la idea de progreso continuado pero se tienen en cuenta la libertad y lo contingente.